Siempre he considerado que las primeras referencias al hallazgo de materiales de época visigoda en el interior de cuevas en la península Ibérica están en las publicaciones de H. Alcalde del Río y J. Carballo sobre las de Cudón y Los Hornucos de Suano, de 1934 y 1935, respectivamente. Es cierto que F. Garín y Modet publicó en 1912 su excavación en la cueva del Tejón (o Tajón), en Ortigosa de Cameros (La Rioja), pero también lo es que fechó el broche de cinturón que recuperó en ella en el siglo V d. de C. y lo consideró tardorromano, cuando en realidad es del VII d. de C. e hispanovisigodo; así que, técnicamente, su error en la interpretación no le permite desbancar a los otros dos anteriormente citados como pioneros en la investigación de este tipo de contextos. Aunque sí colocar su yacimiento y esa pieza por delante en el ranking de antigüedad de los descubrimientos, más allá de cómo fueran valorados. Sin embargo, tampoco en esa nueva clasificación va a subir a lo más alto del podio este ingeniero de minas aficionado a la arqueología: hay otro sitio que gana al suyo por un puñado de años. Así que, mientras le doy una vuelta a todo este asunto y decido con qué me quedo (si con los hallazgos más antiguos o con los primeros que fueron correctamente identificados en su momento como de época visigoda), voy a contar la historia de la que tiene todas las papeletas para ser la primera "cueva visigoda" de la Península, al menos desde un punto de vista estrictamente cronológico.
En 1902, Elías Gago Rabanal, ilustre (e ilustrado) médico leonés y miembro (correspondiente) de la Real Academia de la Historia, publica su libro Arqueología Protohistórica y Etnografía de los Astures Lancienses (hoy Leoneses), en el que trata con detalle acerca de sus exploraciones y hallazgos en el cerro del Castro, en Villasabariego, en donde sitúa la famosa ciudad astur-romana de Lancia.
En un determinado punto del libro, y sin que venga demasiado a cuento, Gago coloca una lámina con la fotografía de unos curiosos objetos y realiza un sorprendente excurso acerca de qué son y de dónde proceden. Empezando por esto último, lo describe como "uno de los sitios más abruptos de la montaña leonesa, en altísima cueva á donde las aves rapaces hacían su nido seguras de no ser molestadas" y, más tarde, como "el agujero de escarpada peña". Para la eterna desgracia de todos los interesados en estos temas, ni una sola pista acerca de su nombre o su localización. En cuanto a los materiales, los describe como un "Preferículo o vaso sacerdotal de bronce", un "Cubo del agua lustral (...) de bronce con el asa de hierro", una "hebilla o fíbula de bronce en forma de tortuga con los tres puntos místicos en el dorso" y "dos aldabas de bronce (...), una de ellas primorosamente trabajada y adornada con dibujos que figuran cabezas de lechuza". Y los interpreta como objetos astur-romanos dedicados a oscuros cultos paganos y que fueron ocultados en tan inaccesible (e ignoto) lugar cuando el cristianismo ya se había impuesto en la región.
El lote es realmente espectacular y salta a la vista que ninguno de ellos es lo que su publicador dijo, salvo en el caso de la hebilla y olvidándonos del reptil acorazado. El hallazgo realmente lo formaban un jarrito hispanovisigodo de bronce, un acetre o pequeño caldero y dos broches de cinturón (uno de ellos con placa y hebilla por separado). El primero es una pieza muy característica de la Alta Edad Media hispánica (del siglo VII d. de C. en adelante), con abundantes paralelos para los que se propone tradicionalmente un uso litúrgico, aunque ya vimos en otra entrada que no tiene por qué ser necesariamente así en todos los casos. P. de Palol, en su trabajo de referencia sobre el tema, lo incluyó entre los de su Tipo IV, aunque no pudo estudiarlo más allá de la fotografía del libro de E. Gago, de la que sacó este dibujo ciertamente meritorio, aunque poco clarificador.
Jarrito de la colección Gago Rabanal (según Palol, 1950)
El segundo no es ni tan vistoso ni de un tipo tan conocido, aunque también se puede fechar con seguridad en los siglos VII-VIII d. de C. Y es así porque contamos con algunos buenos paralelos en yacimientos bien datados de esa cronología. En uno de ellos, la Cueva de Las Penas, se recuperó parte de un ejemplar de hierro chapado en cobre. Y en Riocueva, sin ir más lejos, nosostros mismos encontramos otro. O, más bien, las migas en las que se convirtió -tiempo, tejones y espeleólogos mediante- otro acetre del mismo estilo, también chapado en cobre.
Acetre de la Cueva de Las Penas (según M. L. Serna)
Finalmente, los broches de cinturón pertenecen a ese gran cajón de sastre que es el "tipo liriforme", aunque de estilos muy diferentes ambos. Son guarniciones de cinturón que se incluyen en el Tipo V de G. Ripoll y se fechan entre la segunda mitad del s. VII d. de C. y finales del VIII d. de C., aunque es posible que aún perduraran a inicios de la siguiente centuria. Casi con toda seguridad, la hebilla suelta haría pareja con la placa también suelta, ya que es del tipo en forma de D que acompaña siempre a ese tipo de piezas. Es cierto que el hebijón de tipo escutiforme (la "tortuga" de Gago) desentona tanto con una como con otra y sería algo anterior en el tiempo, aunque también lo es que se conocen algunos (pocos) casos de reutilizaciones de piezas como ésa en broches liriformes (uno en Contrebia Leucade, por ejemplo). La placa suelta sería similar a ésta de la imagen, que se expone en el Museo de Palencia. Del broche completo ya tendremos tiempo de hablar en otra ocasión.
Placa liriforme del Museo de Palencia (Foto sacada de aquí)
Por cierto, que yo, en su momento, me tragúe lo de las "aldabas". Lo hice en mi artículo de 2002 sobre los usos de las cuevas en Cantabria en época visigoda (en 2011 ya lo entrecomillé, porque me sonaba a error y no me equivoqué) porque saqué la referencia de un libro donde (ahora sé que inexplicablemente) se citaban así. Es el precio que hay que pagar de vez en cuando por no tener acceso a la fuente original. Qué le vamos a hacer...
Recapitulando: un más que interesante conjunto de materiales de época visigoda (siglos VII-VIII d. de C.) procedentes de una cueva de la que no sabemos apenas nada, más allá de su mera existencia. O, más bien, de su mera existencia a inicios del siglo XX, porque todos (al igual que el resto de las posesiones de Elías Gago Rabanal) están en paradero desconocido desde entonces. Vamos, que tenemos la referencia más antigua a un yacimiento de este tipo pero ni sabemos dónde estaba la cueva ni qué ha sido de los objetos que salieron de ella. Es la primera, sí, pero en la frente.
Y para terminar, una curiosidad relacionada con el libro que, aunque no viene muy a cuento, no me resisto a comentar, aprovechando que el Esla pasa por Lancia. De vuelta a esa ciudad, publica E. Gagouna serie de materiales procedentes de El Castro, entre ellos un hacha-azada de hierro que considera astur (o astur-romano, en el más reciente de los casos). Se trata de una herramienta para la que no conozco paralelos de la Edad del Hierro o de época romana pero que se parece sospechosamente a algunas dolabrae de época visigoda (a las que se dedicó una entrada en este blog hace unos años), concretamente a las de Deza y Vadillo. A lo mejor (y aunque no tenga nada que ver con una cueva) se trata de un útil de los siglos VI-VIII d. de C. que hay que añadir a la lista. Veremos.