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El broche damasquinado de la cueva de Las Penas

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Hace años, al escribir la serie de entradas sobre los broches de cinturón de época visigoda con decoración damasquinada (aquí las partes 1, 2, 3 y 4), anuncié que los ejemplares de la Galería Inferior de La Garma y Las Penas tendrían sus respectivas entradas monográficas. El primero ya la tuvo hace tiempo, así que toca ahora hacer justicia con el segundo (y de paso devolver mis entradas en el blog a la senda de la arqueología tardoantigua y altomedieval e ir preparándome para lo que me espera a partir de Enero).

A estas alturas, el yacimiento de la cueva de Las Penas debería ser un clásico para el estudio de la época visigoda en el norte peninsular y más que de sobra conocido por quienes estén interesados en ese periodo de nuestra historia. La primera publicación de sus materiales (en la que tuve la suerte de participar junto a los responsables de la excavación, Mariano Luis Serna y Ángeles Valle) es de 2005 y desde entonces la cueva ha aparecido en unos cuantos trabajos más (y lo que le queda). Sin embargo, nunca está de más recordar, siquiera brevemente y a modo de introducción, dónde está, cómo es y qué ocultaba en su interior.

La cueva se localiza muy cerca del pueblo de Mortera (Piélagos, Cantabria), al pie de la ladera oriental de la sierra de Tolío o de La Picota. El acceso principal (existe otra boca, aún más pequeña, en un piso inferior) mide unos 60 cm de alto por 1 m de ancho y da acceso a una rampa estrecha y de techo muy bajo por la que hay que avanzar arrastrándose unos 15 m. Al final de esa rampa se inicia la galería principal, de unos 40 m de desarrollo y que termina en la "zona sepulcral", donde fueron depositados los cadáveres. Porque la cueva, por si alguien no lo sabe aún, fue usada con ese fin en algún (o algunos) momento (o momentos) entre mediados del siglo VII y casi todo el VIII (como certifican tanto las 5 dataciones absolutas realizadas hasta la fecha como las relativas, obtenidas a partir de la tipología de los objetos recuperados).


La entrada a la cueva de Las Penas

Los restos humanos, estudiados por Silvia Carnicero (a quien, por cierto, conocí excavando allí), corresponden a un número mínimo de 13 individuos, niños y adultos jóvenes, todos menores de 35 años. Junto a ellos se localizaban numerosos objetos de todo tipo y pelaje, en su mayor parte relacionados con la indumentaria y el adorno personal, las actividades domésticas y la vida cotidiana en general: broches de cinturón, anillos, pendientes, recipientes cerámicos, metálicos y de madera, granos de cereal carbonizadoinstrumentos textiles, un hacha barbada...

Silvia estudiando los restos humanos in situ


Más restos humanos, éstos en conexión anatómica

Nuestra interpretación del yacimiento es de sobra conocida y la hemos defendido en varios trabajos (y en alguna que otra entrada de este mismo blog), así que no me detendré en ella. Cierto es que en la primera publicación manejábamos otra distinta, aunque yo corregí mi postura no mucho tiempo después, como puede leerse en mi trabajo de fin de Máster. Y me he movido poco desde entonces, la verdad. En cualquier caso y para lo que nos ocupa ahora aquí, eso no tiene demasiada relevancia.

Sin duda, entre los numerosos materiales hallados (lo que da buena muestra de lo bien que se excavó, mérito de Alís y Ángeles y que es necesario recordar siempre que se tenga ocasión) lo más espectacular, por vistosas, son las guarniciones de cinturón: cinco broches completos y una hebilla suelta que forman uno de los conjuntos de este tipo más importantes recuperados en las últimas décadas en la Península.


Conjunto de broches de cinturón. Nótese que sólo ha sido restaurada la placa del medio



Conjunto de broches restaurados, tal y como se exponen en el MUPAC


Resumiendo mucho, se trata de broches que pertenecen, grosso modo, al tipo de los "liriformes" (ese "cajón de sastre" en el que metemos todos los que son de inspiración mediterráneo-bizantina y en el que, más allá de la clasificación tipocronológica de G. Ripoll, nos cuesta tanto entrar a poner orden) y que pueden fecharse sin problemas en los siglos VII-VIII. Los tres de la izquierda (en la última imagen) cuentan con numerosos y buenos paralelos en otras zonas de la Península. El cuarto, por el contrario, es de un tipo único hasta la fecha, lo que podría indicar una cronología algo posterior y/o un origen "regional" (o lo que es lo mismo, que se trate de una evolución "limitada" territorialmente y surgida a partir de modelos más extendidos). Y, finalmente, el que nos ocupa.

A diferencia de sus compañeros, este broche no es de bronce. O, mejor dicho, no lo era en principio, ya que no ha llegado a nosotros en su forma original, como también puede apreciarse en la foto: la hebilla y el hebijón, que sí son de la misma aleación de cobre que los demás, sustituyen a las originales (que se perdieron o rompieron en un momento indeterminado y, obviamente, anterior a la amortización definitiva de la pieza). Éstas serían de los mismos materiales que la placa, la parte del broche en la que nos vamos a centrar. Conviene recordar que la pieza no apareció como puede verse expuesta en el MUPAC. Muy al contrario, en el momento de su hallazgo la placa era poco menos que un bloque de hierro oxidado, hasta que la hábil y paciente labor de la restauradora Maribel García Mingo consiguió sacar a la luz lo que ocultaba bajo la gruesa capa de roña.



Broche antes de su restauración


Imagen de la placa durante el proceso de restauración


La placa, una vez restaurada

Y lo que había era una placa de hierro con decoración damasquinada a base de latón y plata. En un principio se pensó que el metal dorado era oro, debido a su excepcional estado de conservación, y así lo publicamos en 2005. Sin embargo, análisis metalográficos realizados tiempo después demostraron que, como es habitual en este tipo de producciones, se trataba en realidad de una aleación de cobre y zinc.


Resultados de dos de las "catas" realizadas en la pieza, en los que puede apreciarse la presencia de latón y plata

La técnica utilizada también es la usual en este tipo de broches: sobre una base de hierro se aplica una fina capa de latón en la que se recortan las siluetas de las figuras y motivos que se quieren representar, embutiéndose finos hilos de plata en los principales huecos. Así se consigue un bonito efecto policromado (trícromo, si es que el palabro existe) en el que se combinan el color oscuro del hierro, el dorado y el plateado. Siempre he pensado que la base de hierro de la placa tuvo que estar recubierta por una película de magnetita para evitar su oxidación (nadie quiere llevar un broche oxidado), tal y como se hacía durante la Edad del Hierro con algunas armas (para saber más sobre el tema, mirad este blog), aunque eso tendría que estudiarlo un experto. Además, hace unos años, una intervención rutinaria de mantenimiento por parte de Eva Pereda, la restauradora del MUPAC, permitió descubrir restos de un "baño" dorado en reverso de la placa, visibles en la zona de los apéndices de sujeción al cinto. Está pendiente un análisis metalográfico que permita estudiarlo en profundidad y empezar a saber algo más de una técnica, hasta donde yo sé, completamente desconocida hasta ahora en este tipo de objetos.



Restos del "baño" dorado en el reverso de la placa

En sentido estricto no se puede decir que nos encontremos ante una placa liriforme, aunque por comodidad lo hagamos. Realmente, se trata de una pieza en forma de U, aunque la manera en la que ha sido decorada, como veremos a continuación, nos haga pensar en un primer momento que tiene un extremo distal ultrasemicircular, aunque no sea así. Sus medidas, 11,7 cm de largo por 4.2 cm de ancho (y 0,47 cm de grosor) son las esperables en este tipo de objeto y lo sitúan en un término medio en cuanto a tamaño.


La placa

En cuanto a su decoración, se pueden distinguir claramente dos campos bien diferenciados: uno rectangular (partes proximal y mesial) y otro circular (extremo distal). En el primero encontramos representado un animal, apoyado en una especie de montículo y enfrentado a lo que parece un arboriforme. La ejecución del bicho no es demasiado realista, así que resulta complicado identificar la especie representada. Una de las posibles interpretaciones (y la primera manejada) lo relaciona con el Agnus Dei, el Cordero apocalíptico. O, en ese mismo sentido (considerando al animal un cordero o carnero), con la escena del sacrificio de Isaac. Siendo ambas completamente válidas, se me ocurre una tercera y que no recuerdo si he llegado a poner por escrito: que estemos ante la representación de un pasaje bíblico. Concretamente, del Salmo 79 que, en la versión de la Vulgata, dice así :


9 Vineam de Ægypto transtulisti :
ejecisti gentes, et plantasti eam.
10 Dux itineris fuisti in conspectu ejus ;
plantasti radices ejus, et implevit terram.
11 Operuit montes umbra ejus,
et arbusta ejus cedros Dei.
12 Extendit palmites suos usque ad mare,
et usque ad flumen propagines ejus.
13 Ut quid destruxisti maceriam ejus,
et vindemiant eam omnes qui prætergrediuntur viam ?
14 Exterminavit eam aper de silva,
et singularis ferus depastus est eam.


Y que en el salterio de Stuttgart, del siglo IX, fue representado de la siguiente manera: con un animal, un jabalí en este caso, afrontado (más bien cargándoselo) a un arboriforme, a la vid que representa al pueblo de Israel.



Ilustración a los versos 14-15 del Salmo 79 en el salterio de Stuttgart


Que este fuese el verdadero sentido de la escena podría verse ratificado por este otro ejemplar, bizantino (y conservado en el MET, donde lo han clasificado, erróneamente, como visigodo), con parecidos más que evidentes tanto con el de Las Penas como con la ilustración del Psalterio de Stuttgart; aunque su escena principal ha sido interpretada como una de las fábulas del Fisiólogo: la del ciervo y la serpiente. Interpretación que también podría ser válida (la cuarta) para la de nuestro ejemplar, por cierto.


Broche de cinturón bizantino del MET

Y el parecido con ese broche bizantino no se limita a la escena principal: también tiene una cruz (con monograma en su caso) inscrita en un círculo en el extremo distal. Y placa en forma forma de U. E incluso otros pequeños detalles lo relacionan con el de Las Penas, como las orlas con motivos de triángulos (rollo "dientes de lobo") que enmarcan la escena principal; presentes también, aunque camufladas, en nuestro ejemplar, como puede apreciarse en la siguiente imagen:



Orlas con motivos de dientes de lobo en la placa de Las Penas

Demasiadas coincidencias para que se trate de algo casual. Al contrario, todo apunta a que un broche bizantino muy similar a ése que hemos visto fue el modelo en el que se inspiró el orfebre hispano que creó el de Las Penas. Y otro tanto ocurrió con el resto de piezas damasquinadas peninsulares de época visigoda con motivos de animales, como creemos poder demostrar (y así lo trataremos de hacer en breve mi compañero doctor y yo). 

Como ya se ha adelantado, el segundo campo está decorado con una cruz griega inscrita en un círculo y rodeada de una orla. Se trata de una cruz ciertamente peculiar, tanto que casi puede decirse que son en realidad dos superpuestas (lo que demuestra la molestia que se tomó el artesano en resaltar este símbolo): una cruz patada o de Malta (la recortada en la chapa de latón) y otra potenzada, con potenzas en forma de media luna (la conseguida mediante la incrustación de hilos de plata). La primera es muy típica de estos momentos (ss. VII-VIII). La segunda, no tanto, aunque existen buenos ejemplos, algunos de ellos, como el de la imagen de abajo, en el mundo copto tardoantiguo y altomedieval.



Fragmento de cerámica conservado en el Museo Copto de El Cairo en el que se aprecian dos cruces similares a la de la Placa de Las Penas

Como ocurriera con el de la Galería Inferior de La Garma, resulta indudable que nos encontramos ante un broche de cinturón hispanovisigodo, de los siglos VII-VIII y que presenta una decoración inequívocamente cristiana: una escena que puede interpretarse de varias maneras, aunque todas ellas remiten a esa religión (el Antiguo Testamento, el Apocalipsis o "El Fisiólogo"), y una cruz inscrita en un círculo. Y de nuevo, esas características (un modelo que no desentonaría en cualquier otro punto de la Península o Septimania y unos motivos cristianos) parecen alejar el contexto en el que se recuperó (una cueva sepulcral) de ese más imaginado que razonado ambiente pagano en el que durante mucho tiempo se quiso hacer vivir a los cántabros del final de la Antigüedad y los inicios de la Alta Edad Media. En cuanto a su origen, hay que buscarlo en el mundo Mediterráneo, como ocurre con la mayor parte de la toréutica de los últimos siglos de la Hispania visigoda. En concreto y como ya hemos apuntado, en una serie de producciones bizantinas con unas características muy determinadas y que creemos son la clave para entender los porqués y los cómos de las peninsulares con decoración damasquinada. Aunque esa es una historia que será contada en otro lugar.


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